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Estoy triste, y mis ojos no lloran

Estoy triste, y mis ojos no lloran
y no quiero los besos de nadie;
mi mirada serena se pierde
en el fondo callado del parque.

¿Para qué he de soñar en amores
si está oscura y lluviosa la tarde
y no vienen suspiros ni aromas
en las rondas tranquilas del aire?

Han sonado las horas dormidas;
está solo el inmenso paisaje;
ya se han ido los lentos rebaños;
flota el humo en los pobres hogares.

Al cerrar mi ventana a la sombra,
una estrena brilló en los cristales;
estoy triste, mis ojos no lloran,
¡ya no quiero los besos de nadie!

Soñaré con mi infancia: es la hora
de los niños dormidos; mi madre
me mecía en su tibio regazo,
al amor de sus ojos radiantes;

y al vibrar la amorosa campana
de la ermita perdida en el valle,
se entreabrían mis ojos rendidos
al misterio sin luz de la tarde…

Es la esquila; ha sonado. La esquila
ha sonado en la paz de los aires;
sus cadencias dan llanto a estos ojos
que no quieren los besos de nadie.

¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores,
ya hay fragancias y cantos; si alguien
ha soñado en mis besos, que venga
de su plácido ensueño a besarme.

Y mis lágrimas corren… No vienen…
¿Quién irá por el triste paisaje?
Sólo suena en el largo silencio
la campana que tocan los ángeles.

Resumen de la Guía práctica del Viaje del Escritor, de Christopher Vogler.

En la descripción del viaje del héroe podrían haber extraído un mayor y más hondo conocimiento de su propia vida hallando un modo o una metáfora de gran utilidad para la percepción de las cosas que nos rodean, incluso un lenguaje o principio que define sus problemas y sugiere como resolverlos. Reconocen sus problemas en el calvario que padecen los héroes míticos y literarios, y obtienen sosiego de las historias, que les proporcionan abundantes estrategias (cuya eficacia muestra el paso del tiempo) para la supervivencia, ejecución del éxito y la dicha. Examinemos este resumen esquemático de la Guía Práctica.

Primer acto: La partida, la separación

1. El mundo ordinario

La mayoría de las historias sacan al héroe de su mundo ordinario para situarlo en uno especial y nuevo, cómo pez fuera del agua.

Para mostrar a este pez fuera del agua, en primer lugar deberá mostrarlo en su mundo ordinario a fin de crear contraste con el mundo nuevo y extraño en el que está a punto introducirse.

Luke Skywalker está aburrido con su rutina de granjero antes de partir hacia su particular abordaje del Universo. Dorita, del Mago de Oz, muestra primero la vida monótona y gris lleva en Kansas. En Oficial y Caballero se esboza un vívido contraste el mundo ordinario de héroe -un jovenzuelo de la Marina con un padre borracho que va las prostitutas- y el mundo pulido y pulcro de la escuela de élite de la Marina.

2. La llamada de la aventura

El héroe se enfrenta a un problema, un desafío aventura que debe superar. Una vez planteada la llamada de la aventura el protagonista no podrá permanecer ya en la tranquilidad de su mundo ordinario. En la Guerra de las Galaxias el mensaje holográfico de la princesa Leia a Obi hace que Luke se una a la búsqueda. El malvado Darth Vader ha secuestrado a Leia, cómo ocurrió con la diosa de la primavera, Perséfone, que fue raptada por Plutón, señor de los muertos, y conducida al reino subterráneo y triste de los infiernos, así pues, su rescate será de mayor importancia para la restauración del equilibrio normal del universo.

En una historia detectives, es cuando el investigador acepta el caso. Debería deshacer entuertos, así como resolver crímenes.

A veces es un asunto de maldad que requiere reparación o venganza, como Edmundo Dantés en El Conde de Montecristo.
En una comedia romántica es el primer encuentro con alguien muy especial, con quién se discute, pero al que también se busca.

La llamada de la aventura establece las reglas del juego y define el objetivo del héroe: hacerse con un tesoro o con el amante, obtener venganza o enderezar las cosas, alcanzar un sueño, enfrentarse y superar un reto o cambiar una vida.

Lo que está en juego se expresa en forma de una pregunta.

-¿Regresará a casa E.T.?
-¿Podrá Luke Skywalker rescatar a Leia y derrotar al siniestro Darth Vader?
-En oficial y caballero, ¿se ganará el derecho a ser considerado un oficial caballero o acabará expulsado de la escuela por su propio egoísmo y el feroz instructor militar?
-Chico conoce a chica pero… ¿conseguirá el chico a la chica?

3. El rechazo de la llamada

Es una cuestión que tiene mucho que ver con el miedo, el héroe se muestra remiso a cruzar el umbral de la aventura. Después de todo se enfrenta al mayor de los temores: el miedo a lo desconocido. Y aún puede echarse atrás. Será necesaria una influencia externa, un cambio, una ofensa un encuentro con el mentor para que supere el miedo.

En la Guerra de las Galaxias, Luke vuelve a la granja de sus tíos tras haber rechazado la llamada a la aventura. Pero en la granja descubre que las tropas del Imperio han cercenado sus vidas.

4. El mentor, el anciano o anciana sabios. (La ayuda sobrenatural)

Es un personaje como el mago Merlín en su relación con el héroe. La relación que se establece equivale a la que se forja entre padre e hijo, maestro y alumno, doctor y paciente, dios y hombre.
El mentor puede adoptar la forma de un anciano sabio (la Guerra de las Galaxias), un duro sargento instructor (Oficial y Caballero) o un antiguo entrenador de boxeo (Rocky). El mentor prepara al héroe para el viaje. Obi Wan le entrega a Luke la espada de su padre que necesitara para batallar contra el lado oscuro. en el Mago de Oz la bruja buena guía a Dorita y le entrega los zapatos rojos que al final la llevarán a su casa.

Sin embargo, el mentor no podrá acompañar al héroe hasta el final del viaje, quién en el desenlace se enfrentará solo a lo desconocido.

5. La travesía del primer umbral. (El vientre de la ballena)

Cuando el héroe acepta la aventura y penetra por primera vez el mundo especial de la historia, lo hace como resultado de atravesar el primer umbral. En este momento empiezan a sucederse las aventuras. El globo asciende, el buque zarpa, empieza el romance, la nave espacial remonta su vuelo o el tren inicia la marcha.

Ahora está totalmente comprometido con el viaje y no puede dar marcha atrás, este es el instante en que Dorita inicia su periplo por el camino de baldosas amarillas. O el Super Detective de Hollywood desafía la orden de su jefe y abandona su mundo ordinario de las calles de Detroit, para investigar el asesinato de su amigo en el nuevo escenario de Beverly Hills.

Segundo acto: el descenso, la iniciación, la penetración

6. Las pruebas, los aliados, los enemigos

Una vez traspasado el primer umbral, el héroe encuentra a su paso nuevos retos y pruebas, hallando en su camino aliados y enemigos, y poco a poco asimila las normas que rigen ese mundo especial.
Muchas de estas escenas transcurren en salones y bares. En Casablanca, el café de Rick es donde se forjan las enemistades y las alianzas, dónde se pone a prueba la estatura moral del héroe.

En la cantina de la Guerra de las Galaxias Luke averigua como Solo maneja una situación comprometida y descubre que Obi Wan es un mago guerrero muy poderoso. Ni que decir tiene no todas las pruebas, aliados amistades suceden en los bares. En el Mago de Oz, son simples encuentros en el camino de baldosas amarillas. Dorita recluta a sus compañeros y superan una serie de pruebas, cómo liberar al espantapájaros, engrasar al hombre de hojalata y ayudar al León Cobarde a que venza sus miedos.

7. La aproximación a la caverna más profunda

Y en última instancia, el héroe se aproxima al lugar que encierra el máximo peligro, que a menudo se encuentra bajo tierra, dónde se esconde el objeto de su búsqueda. Suele tratarse del cuartel general del mayor enemigo del héroe, el enclave más peligroso del mundo especial, su caverna más profunda. Cuando el protagonista penetra en el lugar de sus temores, cruzara el segundo umbral. Los héroes suelen detenerse a sus puertas en preparación para lo que se cierne sobre ellos, para planear su estrategia y burlar a los guardias del villano. Esta fase se denomina la aproximación o el acercamiento.
En la mitología, la caverna más profunda puede adoptar la forma del reino de los muertos, o Hades. Puede que el héroe tenga que descender a los infiernos para rescatar a su amada (Orfeo), internarse en una gruta donde luchará con un ladrón y alcanzará un tesoro, o en un laberinto para enfrentarse a un monstruo.
En la Guerra de las Galaxias la aproximación a la caverna más profunda surge cuando Luke Skywalker y sus camaradas son arrastrados hasta la Estrella de la Muerte dónde se encontrará cara a cara con Darth Vader y liberaran la princesa Leia.
En el Mago de Oz, Dorita es secuestrada y llevada al castillo siniestro de la bruja malvada, y sus compañeros se verán obligados a introducirse en él para salvarla.

8. El calvario (la odisea)

Es hora de que el héroe se enfrente con quien más teme. Va hacia una muerte posible y da inicio a la batalla con la fuerza más hostil.

La odisea, este calvario, constituye un «momento negro» para la audiencia que es mantenida en tensión sin saber si el protagonista fenecerá o sobrevivirá a semejante trance. El héroe, como Jonás, está en el vientre de la bestia.

En E.T., el adorable extraterrestre parece morir en la mesa de operaciones.

En el Mago de Oz, Dorita y sus amigos son retenidos por la bruja malvada y todo indica que no hay salida posible. En Oficial y Caballero, Zack Mayo sufre un calvario cuando su instructor de la marina lo atormenta y lo humilla para que abandone el programa. Es un momento de alta tensión psicológica, una cuestión de vida o muerte, dado que si abandona, sus opciones de convertirse en Oficial y Caballero se habrán esfumado. Sobrevive a esta odisea negándose a abandonar y el sufrimiento lo cambia.

Se trata de un momento crítico en la historia, una odisea en la que el héroe debe morir, o parecer morir, para que pueda renacer. Constituye una fuente de gran trascendencia, pues de ella mana la magia del mito heroico. Las experiencias previas han inducido nuestra total identificación con el héroe y su destino. Lo que le sucede a nuestro héroe nos sucede a nosotros. Sus desventuras son nuestras desventuras. De modo que nos sentimos animados a experimentar con él ese lance de vida o muerte. Nuestras emociones quedan temporalmente suspendidas para que podamos revivirlas cuando regrese de la muerte.

El resultado de este renacimiento es que nos invade un inconmensurable sentimiento de regocijo y euforia sin igual.

En los ritos de iniciación que certifican el ingreso en hermandades y sociedades secretas, el iniciado es obligado a probarse frente a la muerte en el decurso de una experiencia terrible y luego se le permite experimentar la resurrección cuando renace siendo ya un nuevo miembro del grupo. Por consiguiente, el héroe de cualquier historia es un iniciado al que le sin revelados los misterios de la vida y de la muerte. Cada historia precisa de un momento crítico y decisivo en el que el héroe o sus propósitos, corren un serio peligro de muerte.

9. La recompensa (La bendición final)

Habiendo vencido a la muerte o matado al dragón, el héroe y la audiencia tienen motivos para el festejo. El héroe toma posesión del tesoro más preciado y obtiene al final su recompensa. Ésta podría ser un arma singular, como una espada mágica, o un símbolo como el Grial o algún elixir capaz de aliviar los males de la tierra herida.

En algunas ocasiones la «espada» no es sino el conocimiento o la experiencia que posibilita un mayor entendimiento de las fuerzas maléficas y la reconciliación con ellas.

En la Guerra de las Galaxias, Luke rescata a la princesa Leia y se hace con los planos de la Estrella de la Muerte, fundamentales para derrotar a Darth Vader.

Dorita se fuga del castillo de la bruja malvada con el palo de su escoba y las zapatillas de color rubí, esenciales para su regreso a casa.

En este momento el héroe puede resolver un conflicto con uno de sus progenitores. En el Retorno de Jedi, Luke se reconcilia con Darth Vader, quien resulta ser su padre y a la postre no es un personaje tan malvado.

El héroe puede así mismo  reconciliarse con el sexo opuesto, como suele ocurrir en las comedias románticas. En mchas de estas historias el ser amado es el tesoro que el héroe pretende ganarse o rescatar y a menudo se plantea una escena amorosa con la que se plantea su victoria..

El héroe puede incrementar su atractivo tras haber superado el calvario. Con tesón y constancia se ha ganado el título de «héroe» tras haber corrido un riesgo extremo por el bien de la comunidad.

Tercer acto: el regreso

10. El camino de regreso

Pero nuestro héroe no ha salido aún de la floresta. Estamos a las puertas del tercer acto, y el protagonista empieza a vivir las consecuencias de su enfrentamiento con las fuerzas del mal, que supuso su particular odisea, o calvario.  Si todavía no ha alcanzado la reconciliación con su progenitor, con los dioses o las fuerzas hostiles, podrían enfurecerse y volverse en contra suya.

Algunas de las mejores escenas de persecución se inician en este momento, cuando el héroe debe huir e iniciar el camino de regreso, perseguido por las fuerzas vengativas que ha importunado al apoderarse de la espada, el elixir o el tesoro.

Así, Luke y Leia huyen y Darth Vader furioso los persigue en la Estrella de la Muerte. El héroe cae en la cuenta de que es necesario dejar atrás el mundo especial, aunque todavía le aguardan otros peligros, tentaciones y pruebas.

11. La resurrección. (Señor de ambos mundos)

En tiempos pretéritos, los cazadores y los guerreros debían ser purificados antes de regresar a sus comunidades de origen porque tenían las manos manchadas de sangre. Aquel héroe que se ha adentrado en el reino de los muertos tendrá que renacer y purificarse por medio de un último calvario y muerte y resurrección antes de iniciar su retorno al mundo ordinario de los vivos.

Estamos ante un segundo lance a vida o muerte, poco menos que una repetición de la muerte y el renacimiento que caracteriza la odisea, o el calvario. La oscuridad y la muerte por fin se funden en un postrero y desesperado envite que precede a su derrota definitiva. Es una suerte de examen final para el héroe, que deberá superar, una vez más para refrendar las lecciones aprendidas en el transcurso de la odisea. Estos momentos de muerte y renacimiento transforman al héroe, tanto que regresa a su vida ordinaria anterior convertido en un nuevo ser con nuevas miras.

La trilogía de la Guerra de las Galaxias juega con esta premisa constantemente con la escena de una batalla final en la que Luke casi pierde la vida y luego sobrevive milagrosamente. Con cada odisea el héroe adquiere un mayor conocimiento y dominio de la Fuerza. Podemos afirmar que la experiencia lo ha transformado en un ser nuevo.

12. El retorno con el elixir

El héroe regresa al mundo ordinario, mas su viaje carecerá de sentido a menos que vuelva a casa con algún elixir, tesoro o enseñanza desde el mundo especial.

El elixir es una poción mágica con capacidad sanativa. Podría tratarse de un gran tesoro, como el Grial, capaz de sanar la tierra herido, o sencillamente consiste en un conocimiento o experiencia que algún día podría revelarse útil para la humanidad.

Dorita regresa a casa sabiéndose amada y con la experiencia de que «no hay mejor lugar que el propio hogar». E.T. retorna a casa habiendo experimentado el amor de los humanos.

A veces el elixir es un tesoro ganado a pulso tras la búsqueda, puede ser el amor, la libertad, la sabiduría o el conocimiento de que ese mundo especial existe y no implica necesariamente la muerte. A menos que se regrese de la odisea de la caverna más profunda con algún «trofeo», el héroe estará condenado a revivir la aventura.

Recapitulando lo dicho

  1. Los héroes se nos presentan en el MUNDO ORDINARIO donde
  2. reciben la LLAMADA DE LA AVENTURA
  3. Inicialmente se muestran RETICENTES o bien RECHAZAN LA LLAMADA pero
  4. un MENTOR los anima a
  5. CRUZAR EL PRIMER UMBRAL e internarse en el mundo especial done
  6. encontrarán PRUEBAS, ALIADOS Y ENEMIGOS.
  7. Se APROXIMAN A LA CAVERNA MAS PROFUNDA atravesando un SEGUNDO UMBRAL
  8. donde empieza su ODISEA o CALVARIO.
  9. Se apoderarán de su RECOMPENSA y
  10. serán perseguidos en el CAMINO DE REGRESO al mundo ordinario.
  11. Cruzan un TERCER UMBRAL, experimentan una RESURRECCION y esta vivencia los transforma.
  12. RETORNAN CON EL ELIXIR, una bendición o tesoro del que se beneficiará en el mundo ordinario.

Los héroes modernos pueden no adentrarse en laberintos y cavernas para enfrentarse a bestias míticas, pero sí que se internan en un mundo especial y en una caverna profunda cuando parten hacia espacio exterior, al fondo del mar, cuando deambulan en los bajos fondos de una metrópoli moderna o exploran el interior de sus corazones.

El viaje del héroe crece y madura en la medida en que se experimenta y se explotan los límites de la estructura. Con sólo introducir variaciones en el sexo y las edades relativas a los arquetipos, se gana interés, y ello favorece la creación de estructuras más complejas y nuevos entornos en los que percibir e interpretar a los personajes. Las figuras básicas pueden combinarse, o cada una de ellas pueden dividirse en varios personajes, a fin de revelar diversos aspectos de una misma idea.

El viaje del héroe es infinitamente flexible, permite multiples variaciones sin sacrificar por ello su magia y nos sobrevivirá a todos.

 

EL PEATON

Ray Bradbury nos cuenta que tenía la costumbre de salir a pasear de noche cuando un coche de policía se detuvo para interrogarle y esto dio pie a que escribiera «El peatón». La historia fue escrita en 1951 y sorprende con cuánto acierto Bradbury predijo ciertas cosas que vemos en nuestra sociedad actual, como los coches sin conductor y la vida de la gente recluida en casa sin salir a respirar el aire exterior y contemplando la realidad interpretada por las pantallas de televisión.

EL PEATÓN – RAY BRADBURY

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys ? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero… —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz—. Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par—. Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead…
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro—. Pero…
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
—Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

Ráfagas

hay palabras
ligeras
como semillas de álamo

se levantan
llevadas por el viento
y vuelven a caer

difícil agarrarlas
porque se van muy lejos
como semillas de álamo

hay palabras
que más tarde quizás
removerán la tierra

proyectarán tal vez alguna sombra
una sombra delgada
o tal vez no

Rima VII: Del salón en el ángulo oscuro

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «Levántate y anda!»

Rima IV No digáis que agotado su tesoro

No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.

Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas;
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista;

mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías;
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!

Mientras la ciencia a descubrir no alcance
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista;

mientras la humanidad, siempre avanzando
no sepa a do camina;
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!

Mientras sintamos que se alegra el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;

mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan;
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!

Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira;

mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
mientras exista una mujer hermosa
¡habrá poesía!

La breve vida feliz de Francis Macomber

Ernest Hemingway

Ahora era hora de comer y estaban sentados bajo la doble lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada.
—¿Queréis zumo de lima o limonada? —preguntó Macomber.
—Yo tomaré un gimlet —le dijo Robert Wilson.
—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo —dijo la mujer de Macomber.
—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—. Dígale que prepare tres gimlets.
El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.
—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.
—Una libra sería más que suficiente —le dijo Wilson—. No querrá malcriarlos.
—¿El capataz lo repartirá?
—Desde luego.
Media hora antes Francis Macomber había sido triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada, él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.
—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—, y un león condenadamente bueno.
La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson. Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.
—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber. Ahora su esposa le miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera visto.
A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de los colgadores del palo de la tienda.
—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su marido.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que hizo. Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la dirigió a Wilson.
—No hablemos del león —dijo ella.
Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora fue ella quien le sonrió.
—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si no lo recuerda.
—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.
—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le dijo ella, y volvió a sonreír.
—La bebida —dijo Wilson.
—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero la cara nunca se le pone roja.
—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un chiste.
—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.
—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?
—Pero si acabo de empezar.
—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.
—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.
—No seas tonta, Margot —dijo su marido.
—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un león magnífico.
Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.
—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa, resistente al sol.
—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y otra…
—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa cruz el resto de mi vida.
—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes —dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.
—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos, nunca olvidaré lo que hizo por mí.
—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.
De modo que se quedaron sentados a la sombra. Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque. Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba pálido.
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.
—Nada. Le he dicho que se espabilara o me encargaría de que le dieran quince de los buenos.
—¿Quince qué? ¿Azotes?
—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos multarlos.
—¿Y usted aún los azota?
—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.
—¡Qué raro! —dijo Macomber.
—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—. Usted, ¿qué preferiría, perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?
Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:
—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe, de uno u otro modo.
Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué diplomático soy.
—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber, todavía sin mirarle—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?
—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club? —Ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un maldito cobarde es un maldito cabrón, se dijo. Me caía bastante bien hasta hoy. Pero con los americanos nunca se sabe.
—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.
Acababa de decidir que lo mip fácil sería romper cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer. Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Le insultaría y romperían limpiamente su amistad. Luego podría leer algún libro a la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.
—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara de americano que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas furtiva, la hermosa nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.
Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, y el miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.
—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó Wil
son—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale nunca por piernas.
—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo Macomber. Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se preguntó Wilson.
Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió la sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los ojos cuando estaba ofendido.
—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos —dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?
—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. Desde luego, no se sabía nunca con estos americanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber. Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero claro, no podía. Aquella había sido una mala mañana con ganas.
—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda, parecía haberse refrescado y se la veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se dijo Wilson, no, no era estúpida.
—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te encuentras mejor, Francis, tesoro?
—Oh, mucho mejor —dijo Francis.
—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret, sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones? No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?
—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo que sea. —Son las más duras del mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson. Dio gracias por haber aprobado ya la asignatura de las mujeres americanas, porque aquella era muy atractiva.
—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a Margaret.
—Yo iré —dijo ella.
—No, no irá.
—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?
—¿Por qué no te quedas en el campamento?
—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.
Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa crueldad femenina americana. No hay quien pueda con ellas. Desde luego, no hay quien pueda con ellas
—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo Francis Macomber.
—Usted no viene —dijo Wilson.
—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y tengo muchísimas ganas de verle actuar de nuevo. Esta mañana ha estado fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.
—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Está contenta, ¿verdad?
—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.
—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.
—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana. No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.
—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.
—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan como liebres, ¿verdad?
—Supongo que es una manera de describirlos —dijo Wilson. —La carne es muy buena —dijo Macomber.
—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—Solo si te caen encima —dijo Wilson.
—Me alegra saberlo.
—¿Por qué no dejas de joder, Margot? —dijo Macomber, cortando el bistec de alce africano y colocando un poco de puré de patata, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo de carne.
—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has expresado tan finamente.
—Esta noche brindaremos con champán por el león —dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.
—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado el león!
Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.
—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret cortésmente.
Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie debajo del gran árbol, y le pareció más guapa que hermosa, con su cansa caqui levemente rosada, el pelo negro echado para atrás y recogido en una trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.
En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y salieron del coche y acecharon un viejo macho de cuernos largos y de gran envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida, los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante, con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en sueños.
—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un objetivo pequeño.
—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.
—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no tendrá ningún problema.
—¿Cree que mañana encontraremos algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a pacer a primera hora de la mañana, y con suerte podemos pillarlos en campo abierto.
—Me gustaría poder borrar lo del león —dijo Macomber—. No es muy agradable que tu esposa te vea hacer algo así.
Yo hubiera dicho que era aún más desagradable hacerlo, se dijo Wilson, con esposa o sin esposa, o hablar de ello tras haberlo hecho. Pero lo que dijo fue:
—Yo no pensaría más en eso. Cualquiera puede asustarse al ver un león por primera vez. Asunto concluido.
Pero aquella noche, después de la cena y un whisky con soda junto al fuego antes de irse a la cama, mientras Francis Macomber estaba echado en la cama y escuchaba los ruidos de la noche, no todo había concluido. Ni había concluido ni estaba empezando. Estaba ahí exactamente como había ocurrido, con algunas partes indeleblemente subrayadas, y él se sentía triste y avergonzado. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y hueco en su interior. El miedo seguía allí como un hueco frío y viscoso, y en el lugar que antes ocupaba su seguridad en sí mismo se abría un vacío, y eso le provocaba náuseas. Y ahora seguía con él.
Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba. Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo. Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida. No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él. Por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los limites del campamento.
—Parece un viejo —dijo Robert Wilson, levantando la mirada de sus arenques ahumados y su café—. Escuche cómo tose.
—¿Está muy cerca?
—Más o menos a un kilómetro y medio río arriba.
—¿Lo veremos?
—Echaremos un vistazo.
—¿Llega tan lejos su rugido? Se oye como si estuviera en el campamento.
—Se le puede oír desde muy lejías —dijo Robert Wilson—. Es curioso lo lejos que puede llegar. Esperemos que sea un gato que valga la pena cazar. Los criados dijeron que había uno muy grande por aquí.
—Si le disparo, ¿dónde debo apuntar para detenerle? —preguntó Macomber.
—Entre los hombros —dijo Wilson—. En el cuello si cree que podrá darle. Busque el hueso. Derríbelo.
—Espero darle en el lugar adecuado —dijo Macomber.
—Usted dispara muy bien —le dijo Wilson—. Tómese su tiempo. Asegure el tiro. El primero es el que cuenta.
—¿A qué distancia estará?
—No se sabe. En eso el león también dice la suya. No dispare hasta que esté lo bastante cerca para asegurar el tiro.
—¿A menos de cien metros? —preguntó Macomber. Wilson lo miró rápidamente.
—Cien metros está bien. Puede que tenga que ser un poco menos. No se arriesgue a disparar a más distancia. Cien metros es una distancia razonable. A esa distancia le dará siempre que quiera. Ahí viene la memsahib.
—Buenos días —dijo Margaret—. ¿Vamos a ir a por el león? —En cuanto acabe de desayunar —dijo Wilson—. ¿Cómo se siente? —De maravilla —dijo ella—. Estoy muy emocionada.
—Iré a supervisar que todo esté a punto. —Wilson se marchó. Cuando se iba, el león volvió a rugir.
—Viejo gruñón —dijo Wilson—. Te haremos callar.
—¿Qué pasa, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada —dijo Macomber.
—Sí, algo te pasa —dijo ella—. ¿Por qué estás tan alterado? —No me pasa nada —dijo él.
—Dímelo —dijo ella mirándolo—. ¿No te encuentras bien? —Son esos condenados rugidos —dijo—. Lleva así toda la noche, ¿sabes?
—¿Por qué no me has despertado? —dijo ella—. Me habría encantado oírlo.
—Tengo que matar a ese maldito animal —dijo Macomber, abatido.
—Bueno, para eso estás aquí, ¿no?
—Sí. Pero estoy nervioso. Oír esos rugidos me pone los nervios de punta.
—Bueno, pues como dijo Wilson, mátalo y acaba con esos rugidos.
—Sí, cariño —dijo Francis Macomber—. Es fácil de decir, ¿verdad?
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero estoy nervioso después de oírlo rugir toda la noche.
—Dispararás de maravilla y lo matarás —dijo ella—. Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.
—Acaba tu desayuno y nos pondremos en marcha.
—Aún no es de día —dijo ella—. Es una hora ridícula. Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y en un gruñido intenso y cavernoso.
—Suena casi como si estuviera aquí —dijo la mujer de Macomber.
—Dios mío —dijo Macomber—. Odio ese condenado ruido. —Es de lo más impresionante.
—Impresionante. Es aterrador.
Robert Wilson apareció sonriegte con su Gibbs de calibre 505, feo, chato y de boca sorprendentemente grande.
—Vamos —dijo—. Su porteador de armas ya tiene el Springfield y el rifle de gran calibre. Todo está en el coche. ¿Lleva la munición?
—Sí.
—Estoy lista —dijo la mujer de Macomber.
—Hay que hacer que deje de armar tanto jaleo —dijo Wilson—. Siéntese delante. La memsahib puede ir detrás conmigo.
Subieron al coche, y en el gris de la primera luz del día remontaron el río entre los árboles. Macomber abrió la recámara de su rifle y vio las balas con sus casquillos metálicos, echó el cerrojo y puso el seguro. Vio que le temblaba la mano. Se metió la mano en el bolsillo y tocó los cartuchos que llevaba, y pasó los dedos por los cartuchos que llevaba en las presillas de la pechera de la chaqueta. Se volvió hacia Wilson, sentado en la parte de atrás del vehículo, sin puerta y cuadrado, junto a su mujer, los dos sonriendo de la emoción, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:
—Fíjese en cómo bajan los pajarracos. Eso significa que el abuelete ha abandonado su presa.
En la otra ribera del río Macomber vio, por encima de los árboles, buitres dando vueltas y bajando en picado.
—Es probable que se acerque a beber por aquí —le susurró Wilson—. Antes de echarse un rato. Mantenga los ojos abiertos.
Conducían lentamente por la elevada ribera del río, que en aquel lugar caía en picado hasta el lecho lleno de rocas, y avanzaron serpenteando entre los árboles. Macomber estaba atento a la otra orilla cuando notó que Wilson lo agarraba del brazo. El coche se detuvo.
—Ahí está —oyó decir en un susurro—. Vaya hacia delante y a la derecha. Baje y mátelo. Es un león maravilloso.
Entonces Macomber vio el león. Estaba de pie, casi de lado, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La brisa de primera hora de la mañana que soplaba hacia ellos le revolvía la oscura melena, y el león parecía enorme, perfilado sobre la orilla del río a la luz gris de la mañana, los hombros pesados, su cuerpo, en forma de tonel, formando una curva suave.
—¿A qué distancia está? —preguntó Macomber, levantando el rifle.
—A unos setenta y cinco metros. Baje y mátelo.
—¿Por qué no le disparo desde donde estoy?
—No se dispara desde el coche —oyó que Wilson le decía al oído—. Baje. No va a quedarse ahí todo el día.
Macomber salió por la abertura curva que había al lado del asiento delantero, primero puso el pie en el estribo y luego en el suelo. El león permanecía allí, mirando majestuosa y fríamente hacia ese objeto que sus ojos solo le mostraban en silueta, y que abultaba como un superrinoceronte. No le llegaba olor de hombre, y contemplaba el objeto moviendo su gran cabeza de un lado a otro. A continuación, mientras seguía contemplando el objeto, sin temor, pero vacilando antes de bajar a beber a la orilla con un cosa así delante de él, vio la figura de un hombre separarse del objeto; volvió su pesada cabeza para alejarse hacia el resguardo de los árboles cuando oyó un estampido, casi un chasquido, y sintió el impacto de una sólida bala del 30-06 que le perforó el flanco y le desgarró el estómago causándole una náusea repentina y caliente. Echó a trotar, pesado, con sus grandes patas, balanceando el vientre herido, a través de los árboles en dirección a las hierbas altas, donde podría protegerse, y el estampido se repitió y lo oyó pasar desgarrando el aire. Hubo otro estampido y sintió el golpe en las costillas inferiores y cómo la bala lo penetraba, laiangre caliente y espumosa en la boca, y galopó hacia las hierbas altas, donde podría acurrucarse y no ser visto y atraer esa cosa que provocaba esos estampidos lo bastante cerca para dar un salto y coger al hombre que la esgrimía.
Cuando Macomber salió del coche no pensaba en lo que el león sentiría. Solo sabía que las manos le temblaban, y mientras se alejaba del coche le parecía casi imposible conseguir mover las piernas. Tenía los muslos agarrotados, pero sentía el pálpito de los músculos. Levantó el rifle, apuntó a la inserción de la cabeza del león entre los hombros y apretó el gatillo. No pasó nada, y eso que apretó hasta que pensó que se le iba a romper el dedo. Entonces se dio cuenta de que no había quitado el seguro, y cuando bajó el rifle para quitarlo avanzó otro paso helado, y el león, al ver cómo su silueta se separaba de la silueta del coche, se volvió e inició un trotecillo, y, cuando Macomber disparó, oyó un golpe sordo que significaba que la bala había dado en el blanco; pero el león seguía moviéndose. Macomber volvió a disparar y todos vieron que la bala levantó una salpicadura de tierra, y el león siguió trotando. Volvió a disparar, acordándose de que debía apuntar más abajo, y todos oyeron el impacto de la bala en el blanco, y el león pasó a galopar y ya estaba en medio de las hierbas altas antes de que Macomber hubiera tenido tiempo de cargar el rifle.
Macomber comenzó a sentir náuseas, le temblaban las manos que sostenían el Springfield, aún en posición de disparo, y su esposa y Robert Wilson estaban a su lado. Y también los dos porteadores de armas, hablando entre ellos en wakamba.
—Le he dado —dijo Macomber—. Le he dado dos veces.
—Le dio en las tripas y luego un poco más adelante —dijo Wilson sin entusiasmo. Los porteadores de armas parecían muy serios. Ahora callaban.
—Puede que lo haya matado —prosiguió Wilson—. Tendremos que esperar un poco antes de ir a averiguarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esperaremos a que se desangre un poco antes de ir a buscarlo.
—Oh —dijo Macomber.
—Es un león de primera —dijo Wilson con alegría—. Aunque se ha metido en un mal sitio.
—¿Por qué es un mal sitio?
—Porque no podrá verlo hasta que lo tenga encima.
—Ah —dijo Macomber.
—Vamos —dijo Wilson—. La memsahib puede quedarse en el coche. Le echaremos un vistazo al rastro de sangre.
—Quédate aquí, Margot —le dijo Macomber a su mujer. Tenía la boca muy seca y le costaba mucho hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque lo dice Wilson.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Wilson—. Quédese aquí. Incluso lo verá mejor desde aquí.
—Muy bien.
Wilson le habló en swahili al conductor. Este asintió y dijo:
—Sí, bwana.
A continuación bajaron la empinada orilla y cruzaron el río, trepando por encima de las rocas y sorteándolas y subieron a la otra ribera, ayudándose de algunas raíces que sobresalían, y siguieron la ribera hasta llegar al lugar por donde había trotado el león cuando Macomber le disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los porteadores de armas señalaron con unos tallos, y el reguero se escurría hasta los árboles de la ribera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Macomber.
—No tenemos muchas opcic, nes —dijo Wilson—. No podemos traer el coche. La orilla es demasiado empinada. Dejaremos que se agarrote un poco y luego usted y yo iremos a buscarlo.
—¿No podríamos prender fuego a la hierba? —preguntó Macomber.
—Demasiado verde.
—¿No podemos enviar batidores?
Wilson lo miró de arriba abajo.
—Claro que podemos —dijo—. Pero es casi un asesinato. Verá, sabemos que el león está herido. A un león que no está herido se le puede empujar. Irá avanzando, huyendo del ruido. Pero un león herido está dispuesto a atacar. No lo ve hasta que lo tiene encima. Se quedará totalmente pegado al suelo en un escondrijo en el que se diría que no cabe ni una liebre. No parece muy acertado enviar a los criados a este tipo de espectáculo. Alguien podría resultar malherido.
—¿Y los porteadores de armas?
—Oh, ellos vendrán con nosotros. Es su shauri. Han firmado un contrato para eso, ¿sabe? Aunque tampoco se les ve muy contentos, ¿no cree?
—No quiero meterme ahí —dijo Macomber. Le salió antes de saber lo que decía.
—Ni yo —dijo Wilson alegremente—. Aunque la verdad es que no tengo elección. —Entonces, como si no se le hubiera ocurrido hasta ese momento, miró a Macomber y de repente se dio cuenta de que temblaba y de su patética expresión.
—Naturalmente, no tiene por qué hacerlo —dijo—. Para eso me ha contratado, sabe. Por eso soy tan caro.
—¿Quiere decir que irá solo? ¿Por qué no lo dejamos allí?
Robert Wilson, que hasta ese momento solo se había preocupado del león y del problema que presentaba, y que no había pensado en Macomber excepto para darse cuenta de que estaba hablando demasiado, súbitamente se sintió como el que abre la puerta equivocada de una habitación de hotel y ve algo vergonzoso.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué no lo dejamos allí?
—¿Quiere decir que finjamos que no le hemos dado?
—No. Simplemente dejarlo ahí.
—Eso no se hace.
—¿Por qué?
—Para empezar, seguro que está sufriendo. Además, otros podrían tropezarse con él.
—Entiendo.
—Pero usted se puede quedar al margen.
—Me gustaría ir —dijo Macomber—. Es solo que estoy asustado.
—Yo iré delante —dijo Wilson— y Kongoni irá el último. Manténgase detrás de mí y ligeramente a un lado. Muy probablemente le oiremos gruñir. Si le vemos, dispararemos los dos. No se preocupe por nada. Le cubriré. De hecho, sería mejor que no viniera. Sería mucho mejor. ¿Por qué no se va con la memsahib mientras yo me encargo de todo?
—No, quiero ir.
—Muy bien —dijo Wilson—. Pero no venga si no quiere. Este es mi shauri, ¿sabe?
—Quiero ir —dijo Macomber.
Se sentaron bajo un árbol y fumaron.
—¿Quiere volver y hablar con la memsahib mientras esperamos? —preguntó Wilson.
—No.
—Iré yo y le diré que tenga p7ciencia.
—Bueno —dijo Macomber. Se quedó allí sentado, con las axilas sudadas, la boca seca, sintiendo un vacío en el estómago, queriendo reunir el valor para decirle a Wilson que liquidara el león sin él. No podía saber que Wilson estaba furioso por no haberse dado cuenta antes del estado en que se encontraba y no haberle mandado con su mujer. Mientras estaba allí sentado apareció Wilson.
—He traído el rifle de gran calibre —dijo—. Cójalo. Creo que ya le hemos dado tiempo. Vamos.
Macomber cogió el rifle de gran calibre y Wilson dijo: —Manténgase unos cinco metros detrás de mí y a la derecha y haga exactamente lo que le diga.
A continuación habló en swahili con los dos porteadores de armas, que ponían cara de funeral.
—Vamos —dijo.
—¿Podría beber un sorbo de agua? —preguntó Macomber. Wilson le dijo algo al porteador de más edad, que llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre se la quitó, desenroscó el tapón y se la entregó a Macomber, que la cogió pensando que parecía muy pesada y notando la envoltura de fieltro peluda y barata. La levantó para beber y miró delante de él, las hierbas altas y los árboles de copas aplanadas que había detrás. Soplaba brisa en dirección a ellos, y la hierba se ondulaba suavemente al viento. Miró al porteador y se dio cuenta de que también él sentía miedo.
A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite; sentía náuseas a causa de la herida en el vientre, y la herida de los pulmones lo había debilitado, haciendo aflorar una fina espuma roja en la boca cada vez que respiraba. Tenía los flancos mojados y calientes, y las moscas se arremolinaban en torno a los pequeños orificios que las balas habían abierto en su pellejo pardo; sus grandes ojos amarillos, entrecerrados con odio, miraban en línea recta, y solo parpadeaban cuando le llegaba el dolor, al respirar, y sus garras se clavaban en la tierra blanda y recocida. Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar. Oía hablar a los hombres y esperaba, haciendo acopio de todas sus fuerzas para acometer en cuanto los hombres se adentraran en la hierba. Cuando oía las voces la cola se le tensaba y la sacudía arriba y abajo, y, cuando se acercaron al límite de las hierbas, emitió su medio gruñido mezclado con tos y atacó.
Kongoni, el porteador de más edad, en cabeza siguiendo el rastro de sangre; Wilson, que vigilaba las hierbas atento a cualquier movimiento, el rifle de gran calibre a punto; el segundo porteador, mirando delante y escuchando; Macomber, cerca de Wilson con el rifle montado; acababan de adentrarse en la hierba cuando Macomber oyó el medio gruñido mezclado con tos ahogado de sangre y vio el movimiento que silbaba entre las hierbas. Cuando se dio cuenta estaba corriendo; corriendo desaforadamente, presa del pánico en campo abierto, corriendo hacia el río.
Oyó el ¡patapum! del rifle de gran calibre de Wilson, seguido de un segundo ¡patapum!, y al volverse vio el león, que ahora tenía un aspecto horrible y al que parecía faltarle la mitad de la cabeza, arrastrándose hacia Wilson en el límite de las altas hierbas, mientras el hombre de cara roja manipulaba el cerrojo de su rifle feo y chato y apuntaba cuidadosamente, y otro ¡patapum! salía de la boca, y la mole reptante, pesada y amarilla del león se quedaba rígida, la enorme cabeza mutilada se deslizaba hacia delante, y Macomber, solo en el claro al que había llegada corriendo, empuñando un rifle cargado mientras dos negros y un blanco lo miraban con desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson, cuya estatura parecía toda ella un puro reproche, y Wilson lo miró y le dijo:
—¿Quiere sacar fotos?
—No —dijo Macomber.
No dijeron nada más hasta llegar al coche. Entonces Wilson dijo:
—Un león de primera. Los criados lo despellejarán. Nosotros nos podemos quedar a la sombra.
La esposa de Macomber no le había dirigido la mirada, ni él a ella, y Macomber se había sentado junto a ella en el asiento de atrás, mientras Wilson iba delante. En una ocasión le cogió la mano sin dirigirle la vista, y ella la apartó. Al mirar hacia al otro lado del río, donde los porteadores de armas desollaban el león, se dio cuenta de que ella lo había visto todo. Mientras estaban allí sentados, su mujer extendió el brazo y puso la mano en el hombro de Wilson. Este se volvió y ella se inclinó hacia delante por encima del asiento y le besó en la boca.
—Oh, vaya —dijo Wilson, poniéndose más rojo aún de lo que era su color natural.
—El señor Robert Wilson —dijo ella—. El guapo señor Wilson de cara roja.
A continuación volvió a sentarse al lado de Macomber y miró hacia el otro lado del río, donde yacía el león, con las patas delanteras desnudas y levantadas, a la vista los blancos músculos y los tendones, y la barriga blanca e hinchada, mientras los negros le iban arrancando la piel. Al final los porteadores cargaron la piel, húmeda y pesada, y se subieron a la parte de atrás del coche, enrollándola antes de subir, y partieron. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.
Esa era la historia del león. Macomber no sabía lo que el león había sentido antes de echar a correr, ni cuando atacó, cuando la increíble descarga de un 505 con una velocidad de salida de dos toneladas le dio en el morro, ni lo que lo impulsó a seguir avanzando, cuando el segundo estampido le destrozó las patas traseras y continuó arrastrándose hacia ese objeto que retumbaba y explotaba y le había destruido. Wilson sí sabía algo de lo que sentía el león, y lo había expresado diciendo: «Un león de primera», pero Macomber tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de Wilson acerca de todo eso. Tampoco sabía lo que sentía su esposa, más allá de que no quería saber nada de él.
Su mujer ya se había enfadado con él otras veces, pero nunca duraba. Él era muy rico, y seria mucho más rico, y sabía que ella no le abandonaría nunca. Era una de las pocas cosas que sabía de verdad. Sabía eso, de motos —eso fue antes—, de coches, de cazar patos, de pesca, salmón, trucha y en alta mar, de sexo en los libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de pista, de perros, no mucho de caballos, de no perder el dinero que tenía, de casi todas las demás cosas que tenían que ver con su mundo, y que su mujer no le dejaría. Su mujer había sido una gran belleza, y seguía siendo una gran belleza en África, pero en su país ya no era una belleza tan llamativa como para dejarlo y encontrar algo mejor, y ella lo sabía y él lo sabía. A ella se le había pasado la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiese sido mejor con las mujeres probablemente a ella habría comenzado a preocuparle que él pudiera encontrar una nueva y bella esposa; pero ella le conocía demasiado bien y sabía que no tenía que preocuparse. Además, él siempre había sido muy tolerante, cosa que parecería la mejor de sus virtudes de no ser la más siniestra.
Con todo, se les consideraba una pareja relativamente feliz, una de esas parejas de las que siipre se rumorea que se van a separar pero nunca ocurre, y, tal como lo expresó un columnista de sociedad, añadían más que una pizca de aventura a su tan envidiado e imperecedero romance mediante un safari en lo que se conocía como el «Africa más oscura» hasta que Martin Johnson la iluminó en tantas pantallas cinematográficas, donde perseguían al viejo Simba, el león, al búfalo, a Tembo el elefante y coleccionaban especímenes para el Museo de Historia Natural. El mismo columnista había informado que habían estado a punto tres veces en el pasado, y era cierto. Pero siempre se reconciliaban. Su unión poseía una base sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara, y él tenía demasiado dinero para que ella le dejara.
Eran ya las tres de la mañana, y Francis Macomber, que había dormido un rato después de dejar de pensar en el león, se despertó y volvió a dormirse, y de repente volvió a despertarse, asustado por un sueño en el que tenía encima la cabeza ensangrentada del león, y mientras escuchaba el fuerte latido de su corazón se dio cuenta de que su mujer no estaba en el otro catre de la tienda. Con esa idea se quedó despierto dos horas.
Transcurrido ese tiempo su mujer entró en la tienda, levantó la mosquitera y se instaló confortablemente en su catre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Macomber en la oscuridad. —Hola —dijo ella—. ¿Estás despierto?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—Y un cuerno.
—¿Qué quieres que diga, cariño?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—No sabía que ahora tenía ese nombre. Eres una zorra. —Bueno, y tú un cobarde.
—Muy bien —dijo él—. ¿Y qué?
—Por mí, nada. Pero por favor, no hablemos, cariño, porque tengo mucho sueño.
—Crees que voy a tragar con todo.
—Sé que lo harás, cariño.
—Bueno, pues no.
—Por favor, cariño, no hablemos. Tengo mucho sueño. —Esto no se iba a repetir. Me prometiste que se había acabado. —Bueno, pues resulta que no se ha acabado —dijo ella dulce
mente.
—Me dijiste que si hacíamos este viaje eso no se repetiría. Me lo prometiste.
—Sí, cariño. Esa era mi intención. Pero ayer el viaje se fue al garete. No tenemos por qué hablar de eso, ¿verdad?
—En cuanto has tenido la oportunidad la has aprovechado, ¿verdad?
—Por favor, no hablemos. Tengo tanto sueño, cariño. —Pues pienso hablar.
—Pues no te preocupes por mí, porque yo tengo intención de dormir. —Y eso hizo.
Antes de que amaneciera estaban los tres a la mesa, desayunando, y Francis Macomber descubrió que, de todos los hombres a los que había odiado, Robert Wilson era el que más odiaba.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Wilson con su voz ronca, llenando una pipa.
—¿Y usted?
—De primera —le dijo el cazador profesional.
Cabrón, se dijo Macomber, cabrón insolente.
Así que ella lo despertó al enttar, se dijo Wilson, mirándolos a los dos con sus ojos azules e inexpresivos. Bueno, ¿por qué no la pone en su sitio? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la ponga en su sitio. Es culpa de él.
—¿Cree que encontraremos algún búfalo? —preguntó Margot, apartando un plato de albaricoques.
—Es posible —dijo Wilson, y le sonrió—. ¿Por qué no se queda en el campamento?
—Por nada del mundo —le dijo ella.
—¿Por qué no le ordena que se quede en el campamento? —le dijo Wilson a Macomber.
—Ordéneselo usted —le dijo fríamente Macomber. —Dejémonos de dar órdenes —dijo Margot, y volviéndose hacia Macomber— y de tonterías, Francis. —Lo dijo en una voz bastante amable.
—¿Está preparado? —preguntó Macomber.
—Cuando quiera —le dijo Wilson—. ¿Quiere que la memsahib venga?
—¿Importa algo lo que yo quiera?
Al diablo, se dijo Robert Wilson. Al diablo una y mil veces. Así que esas tenemos. Bueno, pues como quieran.
—Tanto da —dijo.
—¿Está seguro de que no le gustaría quedarse solo en el campamento con ella y dejar que vaya yo solo a cazar el búfalo? —preguntó Macomber.
—Eso no lo puede hacer —dijo Wilson—. Si yo fuera usted no diría tonterías.
—No digo tonterías. Estoy disgustado.
—Una mala palabra, disgustado.
—Francis, ¿quieres hacer el favor de hablar con sensatez? —dijo su esposa.
—Hablo con toda la maldita sensatez del mundo —dijo Macomber—. ¿Ha probado alguna vez una comida tan inmunda como esta?
—¿Estaba mala la comida? —preguntó Wilson sin inmutarse. —No tan mal como todo lo demás.
—Me gustaría que se calmara un poco, hombre —dijo Wilson sin alterarse—. Uno de los criados que sirve la mesa entiende un poco de inglés.
—Que se vaya al infierno.
Wilson se puso en pie y se alejó dando bocanadas a su pipa. Le dijo unas palabras en swahili a uno de los porteadores de armas que estaba esperándole. Macomber y su mujer se quedaron sentados a la mesa. Él miraba fijamente la taza de café.
—Si armas una escena te dejo, cariño —dijo Margot sin alterarse.
—No lo harás.
—Ponme a prueba.
—No me dejarás.
—No —dijo ella—. No te dejaré si te comportas. —¿Comportarme? Hay que ver. Comportarme.
—Sí. Compórtate.
—¿Por qué no pruebas a comportarte tú?
—Llevo mucho tiempo intentándolo. Muchísimo.
—Odio a ese cerdo de cara roja —dijo Macomber—. Odio su sola presencia.
—Pues es muy simpático.
—Oh, cállate —casi gritó Macomber. Justo en ese momento apareció el coche. Se paró delante de la tienda comedor y salieron el conductor y los dos porteadores de armas. Wilson se acercó y se quedó mirando a marido y mujerrentados a la mesa.
—¿Vamos a cazar? —preguntó.
—Sí —dijo Macomber poniéndose en pie—. Sí.
—Más vale que cojan un jersey. Hará frío en el coche —dijo Wilson.
—Cogeré mi chaqueta de piel —dijo Margot.
—La tiene el criado —dijo Wilson. Se subió delante con el conductor, y Francis Macomber y su mujer se sentaron detrás sin hablar.
Espero que a este idiota no se le ocurra pegarme un tiro en la nuca, se dijo Wilson. En un safari las mujeres son un fastidio.
El coche rechinaba al cruzar el río por un vado lleno de rocas a la luz gris de la mañana, y subió la otra empinada orilla en ángulo. Allí Wilson había ordenado abrir un paso a golpe de pala el día antes para que pudieran alcanzar aquella zona ondulada y boscosa que parecía un parque.
Era una buena mañana, se dijo Wilson. Había un denso rocío, y cuando las ruedas aplastaban las hierbas y las matas bajas le llegaba el olor de las frondas aplastadas. Era un olor como a verbena, y le gustaba el olor tempranero del rocío, los helechos aplastados y el aspecto de los troncos de los árboles, negros entre la neblina matinal, a medida que el coche se abría paso por esa ve- getación sin caminos, parecida ala de un parque. Había apartado de su mente a los dos que iban detrás y estaba pensando en los búfalos. Los búfalos que él perseguía se pasaban las horas de sol en un pantano de densa vegetación donde era imposible disparar, pero por la noche pacían en una zona de campo abierto, y si podían interponerse entre ellos y el pantano con el coche, Macomber tendría muchas posibilidades de disparar en un terreno abierto. No quería cazar búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en una zona de vegetación densa. La verdad es que no quería cazar ni búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber en ninguna parte, pero era un cazador profesional, y en su vida había cazado con gente rara de verdad. Si hoy conseguían un búfalo ya solo les quedaría el rinoceronte, y el pobre hombre ya habría pasado por esa peligrosa prueba y todo volvería a estar en orden. Podría romper con la mujer y Macomber también lo superaría. Al parecer había pasado por aquello muchas veces. Pobre desgraciado. Debía de tener algún método para superarlo. Bueno, al fin y al cabo la culpa era de ese pobre idiota.
El, Robert Wilson, llevaba un catre de dos plazas para acomodar cualquier fruta madura que le cayera del cielo. Había cazado para cierta clientela, internacional, libertina, deportista, en la que las mujeres parecían no quedar del todo satisfechas con el safari hasta que compartían ese catre con el cazador profesional. Él las despreciaba cuando las tenía lejos, aunque algunas le habían gustado bastante en el momento, y se ganaba la vida con ellas; y sus normas eran también las de él desde el momento en que lo contrataban.
Obedecía las normas de quienes le contrataban excepto en lo que se refería a la caza. En la caza él tenía sus propias normas, y los demás o se atenían a ellas o se buscaban a otro. También sabía que todos le respetaban por eso. Aunque ese Macomber era un tipo raro. Que me aspen si no lo es. Y la mujer. Bueno, la mujer. Sí, la mujer. Mmm, la mujer. Bueno, eso lo dejaría correr. Se volvió. Macomber estaba apesadumbrado y furioso. Margot le sonrió. Hoy parecía más joven, más inocente y lozana, con una belleza no tan profesional. Dios sabe qué hay en su corazón, se dijo Wilson. La noche anterior no había hablado mucho. Además, era un placer contemplarla.
El coche ascendió una ligera pendiente y prosiguió entre los árboles. A continuación se adentro en un claro que era como una pradera cubierta de hierba, manteniéndose al abrigo de los árboles de la linde. El conductor iba despacio y Wilson observaba atentamente la extensión de la pradera hasta donde se perdía, en el horizonte. Hizo parar el coche y estudió la planicie con sus binoculares. Luego le hizo seña al conductor de que siguiera y el coche avanzó con lentitud, evitando los socavones dejados por los jabalíes y esquivando montículos de barro construidos por las hormigas. A continuación, observando el campo abierto, Wilson se volvió de repente y dijo:
—¡Dios mío, ahí están!
Y Macomber, mirando hacia donde le señalaban mientras el coche avanzaba a saltos y Wilson le hablaba rápidamente en swahili al conductor, vio tres enormes animales negros que parecían casi cilíndricos de tan largos y gruesos, como grandes tanques negros, que galopaban por el otro extremo de la pradera abierta. Galopaban con el cuello y el cuerpo rígidos, y pudo ver los cuernos negros, abiertos y curvados hacia arriba mientras avanzaban con la cabeza adelantada; no movían la cabeza.
—Son tres búfalos viejos —dijo Wilson—. Les cortaremos el paso antes de que lleguen al pantano.
El coche iba a más de setenta kilómetros por hora a campo abierto, y mientras Macomber miraba los búfalos estos se hacían más y más grandes, hasta que llegó a distinguir el aspecto gris, costroso y sin vello de un toro enorme, el cuello que formaba parte de sus hombros, y el negro brillante de sus cuernos. Galopaba un poco rezagado del resto, que iban en hilera con su paso firme y veloz; y luego el coche dio un bandazo como si se hubiera subido a una carretera, los animales se aproximaron y vio la veloz enormidad del toro, y el polvo sobre su piel de escaso pelo, la amplia protuberancia del cuerno y el hocico de fosas nasales anchas y dilatadas, y ya levantaba el rifle cuando Wilson le gritó: «¡Desde el coche no, idiota!», y no tuvo miedo, solo odió a Wilson, y hubo un frenazo y el coche derrapó, clavándose de lado en el suelo hasta quedar casi parado, y Wilson salió por un lado y él por el otro, trastabillando al tocar con los pies el suelo porque el coche aún estaba en marcha, y enseguida disparó al toro mientras este seguía galopando, oyó cómo las balas le impactaban, vació el rifle mientras el animal se alejaba a paso firme, y al final recordó que debía dirigir sus disparos entre los hombros, y cuando intentaba recargar torpemente vio que el toro estaba en el suelo. Había caído de rodillas y sacudía la cabeza. Al ver que los otros dos seguían galopando le disparó al líder y le dio. Volvió a disparar y falló, y oyó el carauang del rifle de Wilson y vio cómo el líder se desplomaba de narices.
—Dele al otro —dijo Wilson—. ¡Ahora dispare usted!
Pero el otro toro seguía galopando al mismo ritmo y Macomber falló, levantando una salpicadura de polvo, y Wilson falló y el polvo formó una nube y Wilson gritó: «¡Vamos, está demasiado lejos!», y le cogió del brazo y ya volvían a estar en el coche, Macomber y Wilson agarrados a los laterales y avanzando a toda mecha, dando bandazos por encima del terreno irregular, acercándose al toro, que seguía con su galope constante, veloz, de cuello grueso y línea recta.
Estaban detrás de él y Macomber estaba cargando el rifle, tirando los casquillos al suelo, se le encasquilló el arma, la desencasquilló, y ya estaban casi encima del toro cuando Wilson gritó: «¡Para!» y el coche derrapó y casi vuelcan y Macomber cayó hacia delante sobre los pies, cargó el rifle y disparó lo más adelante que pudo apuntar a la espalda negra, redondeada y al galope, apuntó y volvió a disparar, y otra vez, y otra, y no falló ni una vez, pero las balas no parecían afectar al animal. Entonces disparó Wilson, el estampido le dejó sordo, y vio que el toro sQ tambaleaba. Macomber volvió a disparar, apuntando cuidadosamente, y el animal cayó de rodillas.
—Muy bien —dijo Wilson—. Buen trabajo. Este es el tercero.
Macomber se sintió ebrio de euforia.
—¿Cuántas veces ha disparado? —preguntó.
—Solo tres —dijo Wilson—. Usted mató al primer toro. El más grande. Yo le he ayudado a acabar con los otros dos. Temía que se metieran en la espesura. Usted los mató. Yo solo le he echado una mano. Ha disparado condenadamente bien.
—Subamos al coche —dijo Macomber—. Tengo sed.
—Primero vamos a rematar a ese búfalo —le dijo Wilson. El búfalo estaba de rodillas y sacudía furiosamente la cabeza, bramando furioso desde sus ojos hundidos a medida que se le acercaban.
—Ojo que no se levante —dijo Wilson. Y añadió—: Póngase un poco de lado y dele en el cuello, justo detrás de la oreja.
Macomber apuntó cuidadosamente al centro de ese cuello enorme y zarandeado por la rabia y disparó. La cabeza se desplomó hacia delante.
—Ya está —dijo Wilson—. Le ha dado en el espinazo. Son unos animales impresionantes, ¿verdad?
—Vamos a echar un trago —dijo Macomber. En su vida se había sentido tan bien.
En el coche, la mujer de Macomber estaba pálida.
—Eres maravilloso, cariño —le dijo a Macomber—. Menuda persecución.
—¿Ha sido duro?
—Ha sido espantoso. Nunca había estado tan asustada. —Echemos un trago —dijo Macomber.
—Desde luego —dijo Wilson—. Déselo a la memsahib. —Margot bebió del whisky que había en la petaca y se estremeció un poco al tragar. Le entregó la petaca a Macomber, que se la pasó a Wilson.
—Ha sido de lo más emocionante —dijo Margot—. Me ha dado un terrible dolor de cabeza. No sabía que se permitía disparar desde el coche.
—Nadie ha disparado desde el coche —dijo Wilson fríamente. —Me refería a perseguirlos con un coche.
—Normalmente no se hace —dijo Wilson—. Aunque tal como lo hemos hecho me ha parecido bastante deportivo. Nos hemos arriesgado más conduciendo por esta planicie llena de baches que si hubiéramos cazado a pie. Los búfalos podrían habernos atacado cada vez que disparábamos de haber querido. Les hemos dado todas las oportunidades. De todos modos no se lo mencione a nadie. Es ilegal, si a eso se refería.
—A mí me ha parecido muy injusto —dijo Margot— perseguir a esos grandes animales indefensos en coche.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson.
—¿Qué pasaría si se enteraran en Nairobi?
—Que para empezar perdería mi licencia. Y otras cosas desagradables —dijo Wilson, echando un trago de la petaca—. Me quedaría sin trabajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Bueno —dijo Macomber, y sonrió por primera vez en todo el día—. Ahora ella le tiene pifiado.
—Siempre sabes decir las cosas con tanta delicadeza, Francis —dijo Margot Macomber. Wilson los miró a los dos. Si un cabrón se casa con una zorra, pensaba, ¿qué clase de animales serán los hijos? Lo que dijo fue—: Hemos perdido a uno de los porteadores. ¿Se han dado cuenta?
—Dios mío, no —dijo Macomber.
—Ahí viene —dijo Wilson-,, Se encuentra bien. Debe de haberse caído cuando dejamos atrás el primer búfalo.
Vieron acercarse al porteador de mediana edad, tocado con su gorro de punto, su túnica caqui, sus pantalones cortos y sus sandalias de goma. Cojeaba, y se le veía sombrío y disgustado. Cuando llegó se dirigió a Wilson, y todos vieron el cambio que sufrió la cara del cazador.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Margot.
—Dice que el primer toro se ha levantado y se ha metido en la espesura. —Wilson habló con una voz totalmente inexpresiva.
—Oh —dijo Macomber, pálido.
—Entonces va a ser como lo del león —dijo Margot, llena de impaciencia.
—Ni de casualidad va a ser como lo del león —le dijo Wilson—. ¿Quiere otro trago, Macomber?
—Sí, gracias —dijo Macomber. Pensó que volvería a experimentar la misma sensación que con el león, pero no fue así. Por primera vez en su vida sintió que no tenía miedo. En lugar de miedo le invadía una auténtica euforia.
—Vamos a echarle un vistazo a ese segundo búfalo —dijo Wilson—. Le diré al conductor que ponga el coche en la sombra.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Margaret Macomber. —Echarle un vistazo al búfalo —dijo Wilson.
—Yo también voy.
—Vamos.
Los tres se acercaron a la negra mole del segundo búfalo, la cabeza echada hacia delante, sobre la hierba, los cuernos enormes y separados.
—Es una cabeza magnífica —dijo Wilson—. Debe de tener más de un metro de envergadura.
Macomber lo miraba encantado.
—A mí me parece algo repugnante —dijo Margot—. ¿Podemos ir a la sombra?
—Claro —dijo Wilson—. Mire —le dijo a Macomber, y seña- 16—: ¿Ve aquella espesura?
—Sí.
—Ahí es donde se ha metido el primer toro. El porteador dice que cuando él se cayó del coche el toro estaba en el suelo. Se quedó mirando cómo perseguíamos a toda velocidad a los otros dos búfalos. Cuando se volvió se encontró con el búfalo en pie y mirándole. El porteador corrió como un demonio y el toro se fue lentamente hacia esos matorrales.
—¿Podemos ir a por él ahora? —dijo Macomber, impaciente. Wilson lo estudió lentamente. Que me aspen si esto no es raro, se dijo. Ayer estaba hecho un flan y hoy se comería el mundo.
—No, démosle un rato.
—Por favor, vamos a la sombra —dijo Margot. Tenía la cara blanca y parecía enferma.
Se dirigieron al coche, que estaba bajo un solitario árbol de copa ancha, y se metieron en él.
—Lo más probable es que esté muerto ahí dentro —observó Wilson—. Dentro de un rato iremos a echar un vistazo.
Macomber sintió una felicidad desmedida e irracional que nunca había experimentado.
—Dios mío, menuda persecución —dijo—. Nunca había sentido nada igual. ¿No ha sido maravilloso, Margot?
—A mí me ha parecido horroroso.
—¿Por qué?
—Me ha parecido horroroso —dijo con amargura—. Detestable.
—¿Sabe?, no creo que nunca vuelva a tener miedo de nada —le dijo Macomber a Wilson—. Algltpasó dentro de mí después de ver el búfalo y comenzar a perseguirlo. Como cuando revienta un dique. Ha sido pura emoción.
—Te depura el hígado —dijo Wilson—. Ala gente le pasan cosas muy raras.
La cara de Macomber resplandecía.
—Algo me ha pasado —dijo—. Me siento completamente distinto.
Su esposa no dijo nada y le miró con extrañeza. Estaba sentada en el extremo del asiento y Macomber se inclinaba hacia delante mientras hablaba con Wilson, que estaba de lado, hablando por encima del respaldo del asiento delantero.
—¿Sabe?, me gustaría probar con otro león —dijo Macomber—. Ahora ya no me dan miedo. Después de todo, ¿qué pueden hacerte?
—Exactamente —dijo Wilson—. Lo peor que pueden hacerte es matarte. ¿Cómo es ese fragmento? Shakespeare. Es buenísimo. A ver si me acuerdo. Oh, es buenísimo. Durante una época solía repetírmelo. Vamos a ver. «A fe mía que no me importa; un hombre solo puede morir una vez; le debemos a Dios una muerte y tanto da cómo se la paguemos; el que muere este año, el que viene ya se ha librado.» Buenísimo, ¿eh?
Se avergonzó de haber revelado aquellas palabras que habían guiado su vida, pero había visto alcanzarla mayoría de edad a algunos hombres, y era algo que siempre le conmovía. Era totalmente distinto de cumplir los veintiún años.
Había hecho falta un momento singular en la cacería, una acción precipitada que no había dado opción a pensárselo de antemano, para provocar aquello en Macomber, pero tanto daba cómo había sucedido, lo cierto era que había sucedido. Míralo ahora, se dijo Wilson. Lo que pasa es que algunos siguen siendo unos críos durante mucho tiempo, se dijo Wilson. Algunos toda la vida. Siguen pareciendo unos chavales cuando cumplen los cincuenta. El gran niño-hombre americano. Qué gente tan extraña. Pero ahora ese Macomber le caía bien. Un tipo bien raro. Probablemente eso también significaría que dejaría de ser un cornudo. Bueno, eso sí que estaría bien. Eso estaría de primera. El tipo probablemente ha estado toda la vida asustado. No sabe cómo empezó. Pero ya lo ha superado. Con el búfalo no ha tenido tiempo de estar asustado. Eso y que también estaba furioso. Y el coche. Los coches te hacen sentirte más como en casa. Ahora está que se come el mundo. En la guerra había visto a gente a la que le pasaba algo parecido. Te cambiaba más eso que perder la virginidad. Se te iba el miedo como si te lo hubieran extirpado. Y en su lugar surgía otra cosa. Lo más importante de un hombre. Lo que le hacía hombre. Las mujeres también lo sabían. Adiós al maldito miedo.
Desde la otra punta del asiento Margaret Macomber los miró a los dos. En Wilson no había ningún cambio. Vio a Wilson tal como lo había visto el día antes, cuando comprendió por primera vez cuál era su gran talento. Pero ahora veía el cambio ocurrido en Francis Macomber.
—¿Siente también usted toda esta felicidad por lo que va a ocurrir? —preguntó Macomber, explorando aún su nueva abundancia.
—No debe mencionarlo —le dijo Wilson, observando la cara del otro—. Se lleva más decir que está asustado. Y mire lo que le digo, también tendrá miedo muchas veces.
—Pero ¿no siente felicidad por lo que vamos a hacer?
—Sí —dijo Wilson—. Eso ocurre. Pero no hay que hablar demasiado de esto. Déjelo. Si habla demasiado de una cosa pierde la gracia.
—No decís más que tonterías, los dos —dijo Margot—. Solo porque habéis cazado unos anisales inocentes desde un coche habláis como si fuerais héroes.
—Lo siento —dijo Wilson—. Me he disparado. —Empieza a estar preocupada por lo ocurrido, se dijo.
—Si no sabes de qué hablas, ¿por qué te metes? —le preguntó Macomber a su mujer.
—De repente te has vuelto muy valiente, así, sin más —dijo su mujer, zahereña. Pero su desprecio era vacilante. Tenía miedo de algo.
Macomber se rió, una carcajada muy natural y campechana.
—Y que lo digas —dijo—. Ya lo puedes decir, ya.
—¿Y no es un poco tarde? —dijo Margot con amargura. Porque durante muchos años había hecho todo lo que había podido, y nadie tenía la culpa de que su matrimonio hubiera llegado a esa situación.
—No para mí —dijo Macomber.
Margot no dijo nada, pero se reclinó en la esquina del asiento.
—¿Cree que le hemos dado tiempo suficiente? —le preguntó alegremente Macomber a Wilson.
—Podemos ir a echar un vistazo —dijo Wilson—. ¿Le queda munición?
—El porteador sí.
Wilson dijo unas palabras en swahili, y el porteador, que estaba desollando una de las cabezas, se enderezó, sacó una caja de balas del bolsillo y se las llevó a Macomber, que llenó el cargador y se metió el resto en el bolsillo.
—También podría utilizar el Springfield —dijo Wilson—. Está acostumbrado a él. Dejaremos el Mannlicher en el coche con la memsahib. Su porteador puede llevar el arma pesada. Yo tengo este maldito cañón. Y ahora deje que le explique una cosa. —Se había guardado esto para el final porque no quería preocupar a Macomber—. Cuando un búfalo ataca lo hace con la cabeza alta y echada hacia delante. No se le puede disparar al cerebro porque la protuberancia de los cuernos lo protege. Solo se le puede disparar a la nariz. Solo hay otro disparo bueno, y es al pecho, o, si está de lado, al cuello o a los hombros. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una furia.No intente ninguna filigrana. Elija la opción más sencilla. Ya han acabado de desollar la cabeza. ¿Nos ponemos en marcha?
Llamó a los porteadores, que llegaron sacudiéndose las manos, yel de más edad se subió atrás.
—Solo me llevaré a Kongoni —dijo Wilson—. El otro puede quedarse a vigilar que no vengan los pajarracos.
Mientras el coche avanzaba lentamente por el claro, hacia la isla de árboles tupidos que formaban una lengua de follaje siguiendo un cauce seco que cortaba el terreno pantanoso abierto, Macomber sintió que de nuevo el corazón le latía con fuerza y volvía a tener la boca seca, pero era excitación, no miedo.
—Por aquí es por donde ha entrado —dijo Wilson. A continuación le dijo al porteador en swahili—: Sigue el rastro de sangre.
El coche estaba en paralelo a los matorrales. Macomber, Wilson y el porteador se bajaron. Macomber volvió la mirada y vio a su mujer con el rifle a su lado, mirándolo. La saludó con la mano, pero ella no le devolvió el saludo.
La vegetación era muy espesa, y el terreno estaba seco. El porteador de mediana edad sudaba profusamente, y Wilson se inclinó el sombrero delante de los ojos y su nuca roja apareció justo delante de Macomber. De repente el porteador le dijo algo en swahili a Wilson y echó a correr hacia delante.
—Está muerto ahí delante —dijo Wilson—. Buen trabajo. —Se volvió para coger la mano de Macomber, y mientras se la estrechaban, sonriéndose mutuamente, el porteador se puso a gritar como un loco y le vieron salir de la espesura corriendo de lado, veloz como un cangrejo, y el toro también salió, el morro levantado, la boca apretada, goteando sangre, el gran cabezón hacia delante, a la carga, los ojillos hundidos inyectados en sangre mientras los miraba. Wilson, que estaba delante, se había arrodillado y disparaba, y Macomber, mientras disparaba, no oyendo sus disparos a causa del estruendo del arma de Wilson, vio fragmentos como de pizarra que saltaban de la enorme protuberancia de los cuernos, y la cabeza sufrió una sacudida, y volvió a disparar a las anchas fosas nasales y vio cómo los cuernos sufrían otra sacudida y salían volando algunos fragmentos, y ahora no veía a Wilson, y, apuntando con cuidado, volvió a disparar, y tenía la enorme mole del búfalo casi encima, y el rifle estaba casi alineado con la cabeza que acometía, el morro levantado, y podía ver aquellos ojillos malignos, y la cabeza empezó a descender y sintió un repentino destello cegador, candente que estallaba dentro de su cabeza, y ya nunca volvió a sentir nada más.
Wilson se había hecho a un lado para poder disparar a los hombros. Macomber había permanecido impertérrito apuntando a la nariz, disparando cada vez un pelín alto y dándole en la pesada cornamenta, sacándole esquirlas y astillas como si le disparara a un tejado de pizarra, y la señora Macomber, en el coche, le había disparado al búfalo con el Mannlicher del 6,5 porque pensó que iba a cornear a Macomber, pero le había dado a su marido, unos cinco centímetros por arriba y un poco a un lado de la base del cráneo.
Ahora Francis Macomber estaba tendido en el suelo, a dos metros de donde yacía el búfalo, y su mujer se arrodillaba a su lado, Wilson junto a ella.
—Yo no le daría la vuelta —dijo Wilson.
La mujer lloraba histérica.
—Yo de ti volvería al coche —dijo Wilson—. ¿Dónde está el rifle?
Ella regresó con la cabeza, la cara deformada. El porteador recogió el rifle.
—Déjalo como está —dijo Wilson. Y luego—: Ve a buscar a Abdulá para que dé fe de cómo se ha producido el accidente.
Wilson se arrodilló, sacó un pañuelo del bolsillo y lo extendió sobre la cabeza a cepillo de Francis Macomber. La sangre empapó la tierra seca y suelta.
Wilson se incorporó y vio el búfalo tendido de lado, las patas extendidas, su vientre de pelo ralo poblado de garrapatas. Menudo toro, registró automáticamente su cerebro. Aquí hay un metro de cornamenta. O más. Mucho más. Llamó al conductor y le dijo que extendiera una manta sobre el búfalo y se quedara junto a él. A continuación se acercó al coche, donde la mujer lloraba en un rincón.
—Menuda la has hecho —dijo en una voz sin inflexiones—. Pero si de todos modos él te habría dejado.
—Cállate —dijo ella.
—Por supuesto, ha sido un accidente —dijo—. Lo sé.
—Cállate —dijo ella.
—No te preocupes —dijo él—. Habrá que pasar por algunos momentos desagradables, pero haré que saquen algunas fotos muy útiles para la investigación. También está el testimonio de los porteadores y del conductor. Estás completamente a salvo.
—Cállate —dijo ella.
—Hay muchísimas cosas que hacer —dijo él—. Y tendré que mandar un camión al lago para que telegrafíen pidiendo un avión que nos lleve a los tres a Nairobi. ¿Por qué no le envenenaste? Es lo que hacen en Inglaterra.
—Cállate. Cállate. Cállate —gritó la mujer.
Wilson la miró con sus ojos azules e inexpresivos.
—Ya he terminado —dijo él—. Me había enfadado un poco. Tu marido había empezado a caerme bien.
—Oh, por favor, cállate —dijo ella—. Por favor, cállate.
—Eso está mejor —dijo Wilson—. Pedirlo por favor es mucho mejor. Ahora me callo.

Rima I Yo sé un himno gigante y extraño

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en la sombras.

Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarle, y apenas ¡oh hermosa!
si teniendo en mis manos las tuyas
pudiera, al oído, cantártelo a solas.

El vino del estío

Ray Bradbury

Este relato corto es en realidad el primer capítulo de la novela de Ray Bradbury «Dandelion wine». En él, Bradbury nos sumerge en el ambiente de Waukegan, el lugar donde nació que él renombra aquí como el Pueblo Verde. Sus palabras van transportando al lector a la primera madrugada de un verano cálido que despierta a las órdenes de un niño mago de doce años. Desde las primeras líneas, Bradbury tiene la virtud de sumergirnos en su descripción como si la estuviéramos viviendo, gracias al instrumento infalible de su prosa poética.

Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría el pueblo y se estaba bien en la cama. El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío.

Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna. Acostado, sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada, como la luz de un faro, sobre enjambres de olmos y robles y arces. Ahora…

-Oh… -susurró Douglas.

Todo un verano que atravesaría el calendario, día a día. Como la diosa Siva en los libros de viaje, vio unas manos que iban y venían, recogiendo manzanas ácidas, melocotones, y ciruelas de medianoche. Se vestiría de árboles y arbustos y ríos. Se helaría, alegremente, en la puerta escarchada de la casa de los helados. Se tostaría, felizmente, con diez mil pollos, en el horno de la abuela. Pero ahora lo esperaba una tarea familiar. Una noche, todas las semanas, dejaba a sus padres y su hermanito Tom, que dormían en la casita de al lado, y subía aquí, por la oscura escalera de caracol, a la cúpula de los abuelos, y en esta torre de brujo podía dormir con truenos y visiones, y despertar antes del cristalino tintineo de las botellas de leche, y celebrar su ritual mágico. De pie, ante la ventana abierta en la oscuridad, Douglas aspiró profundamente, y sopló. Las luces de la calle se apagaron como velas en una torta negra. Sopló otra vez y otra vez, y las estrellas empezaron a desvanecerse. Sonrió. Apuntó con el dedo. Allí y aquí. Ahora aquí, y aquí… Las luces de las casas parpadearon lentamente y unos cuadrados amarillos se recortaron en la pálida tierra matinal. Un rocío de ventanas se encendió de pronto, a lo lejos, en el campo del alba.

-Bostezad todos. Todos arriba.

El caserón se movió en el piso bajo.

-¡Abuelo, saca los dientes del vaso!

Esperó un momento.

-¡Abuela, bisabuela, freíd las tortas!

El aroma caliente de la manteca subió por los callados pasillos y visitó a los pensionistas, los tíos, los primos.

-Calle donde viven los viejos, ¡despierta! Señorita Helen Loomis, coronel Freeleigh, señorita Bentley, ¡tosan, despierten, tomen sus píldoras, muévanse! Señor Jonas, ¡enganche su caballo, saque su carro!

Las casas descoloridas en la barranca del pueblo abrieron unos taciturnos ojos de dragón. Pronto dos viejas resbalarían en la Máquina Verde por las avenidas matinales, saludando a todos los perros.

-Señor Tridden, ¡busque su carreta!

Pronto, echando chispas azules, el tranvía del pueblo navegaría por las calles de márgenes de ladrillos.

-¿Listos, John Huff, Charlie Woodman? -murmuró Douglas a la calle de los niños-. ¿Listas? -les dijo a las húmedas pelotas de béisbol en los prados, a las hamacas que colgaban vacías de los árboles.

-Mamá, papá, Tom, despertad.

Los relojes despertadores sonaron débilmente. El reloj de la alcaldía retumbó sobre el pueblo. Los pájaros saltaron de los árboles, como una red echada al aire, cantando. Douglas, director de una orquesta, apuntó al cielo del este.

El sol empezó a levantarse. Douglas cruzó los brazos y sonrió con una sonrisa de mago. Sí, señor, pensó, todos saltan, todos corren cuando grito. Será una estación maravillosa.

Castañeteó los dedos por última vez. Las puertas se abrieron de par en par.

La gente salió de las casas. Empezaba el verano de 1928.

Dandelion Wine, 1957

Por ti, para que tú un día llegaras…

Por ti, para que tú un día llegaras,
¿no respiraba yo a media noche
el flujo que ascendía de las noches?
Porque esperaba, con magnificencias
casi inagotables, saciar tu rostro
cuando reposó una vez contra el mío
en infinita suposición.
Silencioso se hizo espacio en mis rasgos;
para responder a tu gran mirada
se espejaba, se ahondaba mi sangre.

¡Qué expresión fue sembrada en mi interior
para que, cuando crece tu sonrisa,
proyecte sobre ti espacio cósmico!
Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde.
Precipitaros, ángeles, sobre este
linar azul. ¡Segad, segad, oh ángeles!